lunes, 10 de septiembre de 2007

Prologo

Este libro puede tratar de muchas cosas pero inexorablemente hablará acerca de mí. Siempre es más fácil contar las cosas desde el punto de vista propio. Quizás también por eso me ayudé con conversaciones, emails, etc, para que no suene tan serio, ni tan oficial, ni nada.
Este no es el DSM-IV ni mucho menos, es simplemente una versión menos estructurada y ajustada de la realidad, de los temas álgidos que con el tiempo envenenan a los adolescentes y a los no tanto. Sí voy a hablar a veces en términos médicos, no porque haya estudiado medicina sino porque me tocó vivirlo, sufrirlo, sangrarlo, vomitarlo. Que a propósito, mejor aprovecho este lugarcito para prologar que sí, a veces soy bastante autosuficiente, egocéntrica y soberbia a la hora de escribir. Y que por cierto creo que sé más acerca de anorexia y suicidio que los psicólogos y los médicos que intentaron ayudarme. No es necedad. Es simplemente que creo que la experiencia no es transmisible… y que aunque yo haya leído muchas veces que tal dolor es punzante, nunca en mi puta vida sentí una punzada. Entonces, que no me vengan a hablar a mí de los síntomas ni de lo que tengo que sentir o hacer, porque ya tuve suficiente. Y que sí, quizás con el correr de las hojas algunos de ustedes elijan devolver el libro y cambiarlo por uno de cuentos infantiles, otros les prohibirán su lectura a los petite-lectores y muchos, muchos otros se rascaran sus partes con mi libro. I couldn’t care less. Eso es lo que tengo para decir.
Simplemente escribo esto como método terapéutico. No, ese es el speech que tengo preparado en caso de que mi libro arme algún tipo de revuelo en los medios (ya quisieras…). Pero mi historial dice que soy transgresora: un fotolog y una pagina web ya se encargaron de hacerme “famosa”. Argh, por favor, abandoná este personaje que no deja de auto complacerse/ halagarse/ amarse porque nadie lo cree! ¡Nadie lo compra!
Ok… lo que quiero dejar en claro es eso: no busquen definiciones ni dogmas en mi libro. ABZURDAH no es solamente lo que dicen los libros de medicina, psicología, psiquiatría o demás avechis(y no es por desacreditar a médicos y etcéteras, eh?). Pero, como dije antes, ABZURDAH es más que un puñado de definiciones. Tengo mucho que contar, fue mucho lo que sufrí. Bueno… “sufrí”. Irónicamente hay quienes eligen estar enfermas y llega un punto donde hasta disfrutas de ello, pero ahora es temprano para hablar de esas cosas.Por el momento solo diré que este no es un libro fácil. No respecto de su lectura, que a decir verdad es bastante insípida, pero sí en cuanto al tema y al punto de vista desde el que se mira. Aunque debo decir que con el correr de los años y de las páginas el punto de vista de quien escribe se fue corriendo grados y graditos más a la derecha o a la izquierda dependiendo de la emocionalidad predominante. Pasado en claro: es jodido. Toca temas jodidos. Y si no estás dispuesto a leer cosas jodidas, andá a la librería, cambialo y que seas feliz con Charles Perrault. Yo no soy la Cenicienta, ni Hansel y Gretel. Soy más bien el lobo. Un lobo confundido, ultrajado y autodestructivo.

1. Uno

Uff… que difícil empezar a escribir un libro. Bueno, tendría que presentarme. Antes de decirles mi nombre les voy a decir quién soy. O quién no soy mejor: no soy normal. No soy una mujer a quien las cosas le fueron difíciles en la vida, nunca me tocó sufrir problemas de dinero, ni problemas de divorcios de padres, ni problemas escolares, digamos que siempre tuve una vida lo suficientemente calma como para aburrirme hasta límites insospechados. Lo cual no quiere decir que haya tenido una vida perfecta: muy por el contrario: creo que tanto aburrimiento y tanto “no pasa naranja” me llevaron a angustiarme por la nada misma. Bueno, tendría que tener un par de charlas más con Néstor que es quien verdaderamente sabe de qué color es el repollo.
El tema es que en vez de jugar a las Barbies yo leía cuentos. Infantiles y no tanto. Recuerdo tomar los libros que mis padres dejaban olvidados encima de mesas o pianos. Pero por sobre todas las cosas: no tenía amigas. Literalmente y no estoy exagerando, no tenía una puta amiga. Siempre fui demasiado buena, creo que ese fue mi problema. Lo que decían de mí me afectaba absolutamente demasiado y, seamos sinceros, los comentarios de los infantes pueden ser muy destructivos. Sobretodo si tenés doce años y pesas 64 kilos.

Sí. 64 kilos. Medía poco más que un ficus enano y ya pesaba más que mi viejo. Era candalosamente gorda. Abominable. Bueno, no tanto, pero esa imagen pensaba YO que los DEMÁS tenían de mí. Hasta hace poco creí que mi imagen personal era buena, que mi autoestima era elevada y reposaba en límites correctos o esperados. Pero después me di cuenta de que no era que no tenía amigas porque era gorda: sino que era gorda porque no tenía amigas. Espero que se entienda. Es decir, no me gusta explicar mucho todo. Soy más de tirar y esperar a que se entienda, pero como recién estamos empezando, prefiero explicar, solo por las dudas. En realidad yo no me veía mal, pero sí me sentía mal entonces todo lo que hacía era COMER. Mis compañeras del colegio jugaban a la soga y yo comía, mis compañeros jugaban fútbol y yo comía, ellos eran perfectos alumnos y yo comía. Mientras ellos juntaban flores yo me enamoraba estúpidamente de Federico Rodríguez, un compañerito con anteojos que nunca me iba a dar bola. Simplemente porque pesaba 64kgs y seriamente: porque era rara. Y sí. Era la preferida de los profesores, nunca faltaba a clases, me pasaba los recreos caminando sola por el colegio sin emitir palabra y tocaba piano como los dioses.
Una nena que creció leyendo Bécquer mientras sus compañeras jugaban a ver quién se pintaba los labios del color más lindo, no es normal. Y nunca invité a una amiga a mi casa, nunca, nunca, nunca. Nunca me llamaron por teléfono (quizás de ahí mi quasi- fobia telefónica). Pero no exagero. Creo que ni yo me sabía mi teléfono de memoria. Bueno, era rara, simplemente, atrozmente rara. No solamente porque no tenía los mismos hábitos que todas las demás sino que era bastante acomplejada gracias a mis viejos y compañeritos del colegio.
Dos ejemplos rapidísimos:
Verónica. ¡Cómo olvidarte! En algún momento pensé que era mi amiga. Resultó ser una imbécil, como todas las demás. Y además, protagonista de uno de los peores recuerdos del maldito primero colegio al que fui. Ella delgada y morena. Yo cuasi obesa y blanca como los dientes de mi gato. Una profesora pidió a alguno de los alumnos que le alcanzase por favor la guitarra que estaba detrás de un mostrador de madera. Para acceder a la guitarra había que pasar por un estrecho (bueno, no tan estrecho) espacio entre pared y mostrador. Yo, voluntariosa y alumna predilecta, me levanté para alcanzar la guitarra y sucedió lo obvio. No pasé. Era un tanque, admitámoslo. Verónica, morocha, graciosa, con una sonrisa resplandeciente y delgada como una arruga se acercó dando saltitos al cántico de: “yo voy a Slim, voy a Slim, yo voy a Slim, voy a Slim”.
¿Qué más puedo agregar? Slim es una empresa de farsantes que dicen que te hacen adelgazar con geles y masajes extraterrestres y Verónica es una pelotuda por cantar esa canción con una chica obesa al lado. Y alcanzó la guitarra. Y yo me puse colorada. Y a llorar, supongo. Invento, porque no me acuerdo. Es imposible, si me acordara de todas las humillaciones por las que pasé no tendría que estar viva en este momento. Bueno, como si no hubiera intentado auto-eliminarme.
Enrique. Esta es la peor. Todavía no les conté pero me cambié de colegio cuatro veces. Verónica y Enrique pertenecen a mi primer colegio. Yo ya me había cambiado al segundo colegio pero como mis primas seguían yendo al primero, decidí pasar a visitar. Sobretodo porque después de intentar convencerme para que no me cambien las maestras no tuvieron mejor idea que pedirme que las fuera a visitar. Entonces fui al maldito Pedagógico y sentí el olor de la humillación. Estaba más gorda que nunca. Me habían crecido unos pechitos de grasa que eran bastante desagradables. Era verano pero tenía vergüenza de mostrar mi cuerpo entonces tenía una remera de mangas largas. Todavía no usaba corpiño así que mis tetitas eran absolutamente antiestéticas. Me sofocaba el calor. No miento, me sofocaba. Entré sigilosamente al aula y no había nadie. Fui al patio y los vi a los chicos jugando al fútbol: sorpresivamente estaban acompañados de las chicas. En mi cabeza y hasta ese momento siempre había sido muy femenina, o al menos creía que lo era. No se me cruzaba por la cabeza la idea de jugar al fútbol, eso es cosa de hombres. Me invitaron a jugar y me negué (otra vez excluida). Me quedé sentada cortando pastito del patio del colegio; y digo patio para no tener que explicar que eran varias hectáreas de hermoso parquizado, lleno de árboles, pinos y demás. Después todos se fueron a trepar árboles: peligro. No sé trepar árboles. Es decir, sí sé, pero nunca me animaba. Tenía la estúpida idea de que el árbol no iba a poder soportar mi peso. Y de hecho... sentía que las ramas se derretían debajo de mí. Es por eso que otra vez, mientras todos los demás subían a los árboles y jugaban a ver quién llegaba más alto, yo quedaba excluida. Abajo. Con las hormigas. Y los seres humanos arriba. Y yo abajo.

El tema es que después se cansaron de los árboles y caminamos todos juntos por entre los árboles arrancando hojitas y pastos y buscando flores de sapo (así les llamábamos a las amarillas chiquitas q apestan). Me sentía bien. Todos estábamos abajo. Cuando de repente Enrique no tuvo mejor idea que hacer un comentario filoso. ¿Ya les dije que me gustaba Enrique? Por eso cuando me miró y abrió la boca mi corazón se empezó a mover con más ganas (además de que estaba caminando a una velocidad considerable para mis 64 kgs. de grasa). Enrique me miró y me dijo: “Y pensar que cuando éramos chicos eras la más linda. Eras hermosa”. Yo me sonrojé y dije bajito “gracias”. Entonces Enrique prosiguió: “¿Cómo cambia la gente, no?”.
Mi mundo se disolvió. Esperé unos cuantos minutos antes de ponerme a llorar. Esperé estar sola, claro. Quizás si alguna vez después de este libro me cruzo de nuevo con Enrique o Verónica o alguno de los otros, me digan que no recuerdan para nada estas anécdotas. Así es el ser humano: subjetivo y con memoria selectiva. No recuerdo mucho acerca de ese colegio ni de sus integrantes; pero cuando mucho después me preguntaban por qué era anoréxica y no me creían que había sido gorda, yo pensaba para mis adentros: “ja... pregúntenle a Verónica o a Enrique”.

Y siguiendo con mis traumas, recuerdo a mis viejos. No es que nunca me hayan apoyado, nada que ver. Siempre dispuestos a ayudarme y cumplirme los caprichos. Soy la perfecta caracterización de la hija única de padres de clase media-alta argentina con descendencia italiana y española. Bueno, hija única fui hasta los 5 años cuando se le ocurrió nacer a mi hermano. En fin, la cosa es que nunca dejé de ser hija única, no porque mis hermanos no existieran sino porque yo tengo siempre diferentes necesidades. Me llevo 5 años con mi hermano y 6 con mi hermana, es decir: nuestras necesidades son diferentes.

Escena 3. noche. Comedor diario.

Sentados a la mesa mis viejos, mis hermanitos y yo. 13 años tenía en ese entonces. Seguía pesando 64, claro.
“dejá la mayonesa”- dijo papá
“¿por qué?”- pregunté inocentemente.
“porque engorda mucho”- me dijo.

En aquel momento mi mente infantil no me dejó leer entre líneas pero el episodio fue lo suficientemente perturbador para que 9 años después lo siga recordando. Mi papá me estaba diciendo que estaba gorda, pero como siempre en mi casa: las cosas no se dicen directamente. No sabemos decir las cosas directamente, es decir: adentro de mi casa. Porque afuera cada uno tiene una personalidad completamente diferente. De todas maneras, no quiero irme por las ramas porque es lo que siempre hago y voy a terminar el capítulo hablando de lo mucho que me gusta hablar en inglés o andar a caballo, en caso de que me gustase. De hecho, me gusta. Pero es otro tema.
Vuelvo con mis viejos. No, mejor hago un capítulo aparte de aquello. Aquella noche no dejé la mayonesa pero tampoco dejé de pensar en la cara de mi mamá mirando comer mayonesa casi son asco y arcadas y en por qué ella siempre, siempre, siempre comía ensalada. Lo que nunca me cuestioné era por qué ella era esquelética y yo obesa. No lo tenía en cuenta, yo estaba bien. El tema es que mis viejos me tiraban abajo. Me decían qué tenía que comer y qué no. Se empezaron a preocupar por mi aspecto físico pero jamás se preocuparon porque yo no tenía amigas o porque leía demasiado o porque no recibía llamadas telefónicas ni quería festejar mis cumpleaños. Esas cosas parecían no interesarles y se escudaban bajo la oración: “es que es una nena especial”.
Especial. Eso fui siempre, o al menos eso escuchaba que se hablaba de mí. Eso me hicieron creer, o eso querían que yo escuchara, o eso querían que los DEMÁS escucharan.
Especial. Entonces me hacían tomar clases de piano. A los 5 años mi abuela (mamá de mi mamá y concertista) me empezó a llevar a sus clases de piano y poco después empecé a tomar clases. No es por ser vanidosa pero era muy buena. Aprendía las notas de memoria, tanto que nunca tuve que aprender a leerlas en un pentagrama (algo que más tarde me costó caro cuando quise retomar el tema del piano). Así me podía aprender sonatas, sonatinas, o conciertos enteros de memoria. Me cansé de escuchar que tenía un oído increíble y que si me dedicaba a eso iba a llegar muy lejos. De hecho, sí. A los doce o trece años di un concierto donde toqué algo de Chopin, Bach o el boludo de turno. Tengo esa parte de mi vida tan borrada que dar detalles sería mentir burdamente. Lo cierto es que tengo el folleto de mi concierto en algún lugar de mi placard y también es cierto que estoy demasiado cómoda en este momento como para ir a buscarlo. Si estuviera la empleada doméstica le pediría que lo busque por mí. Aunque no estoy segura de que sepa lo que es un folleto de esta índole. Además es una metiche y me va a preguntar para qué lo necesito y me va a preguntar por qué ya no toco piano y no suelo darle explicaciones a la gente. Así que mejor no le pido nada. Aunque ni siquiera está, pero si estuviera acá tampoco le pediría algo. De todas maneras es un dato estúpido. ¿Qué importa?
No solamente era una excelente alumna de piano, sino que era el orgullo de mi familia. Mis hermanos eran todavía demasiado chicos como para tocar un instrumento (y a decir verdad, nunca les exigieron demasiado) así que yo era el tentempié de la casa. Siempre que venía algún invitado me pedían que toque una invención de Bach o alguna sonata, lo cual no me gustaba ni un poco, pero lo hacía. Me querían porque tocaba piano, estaba bien, tenía que hacerlo. Y ahora bien, si mi memoria no me traiciona lo que tocaba hasta el cansancio era Bertini, Heller, Cimovosa, Czerny y más tarde Chopin y Piazolla.
Además de piano me mandaron a tomar clases de tenis. Ahora deduzco que querían hacerme bajar toda la grasa. Así que tomé clases durante mucho tiempo y era buena. ¿Ven? Eso es lo que siempre me molestó: ser buena en todo lo que quería hacer, o mejor: en lo que me mandaban hacer. Porque si apestaba quizás me dejaban dejar de hacerlo pero era muy buena en todo.
Mis habilidades eran muchísimas: danzas, bailes de todos tipos, tenis, piano, natación, inglés. A los nueve años empecé a estudiar inglés y poco más tarde a nadar en un club. Era excelente en inglés y mucho más buena en natación. Pronto empecé a competir en torneos y gané todas las competencias. Excepto una. Y me acuerdo que mi “rival” era una chica mucho más grande que yo. No estaban bien definidas las categorías, no había forma de que le ganase a ese delfín de dos metros de altura. Perdí y no volví a nadar en ningún torneo. Sí, tengo miedo al fracaso. Por eso odio los exámenes y odio que mucha gente lea este libro y pueda criticarme. Pero con el tiempo y con los retos de mi vida me di cuenta de que lo que piensa la gente no me interesa, o que al menos puedo fingir que no me interesa y puedo hacer que la gente crea que soy autosuficiente. Lo cierto es que me interesa por demás de la línea de lo normal o esperado. Sí, claro. Siempre excediendo esa línea. Esa soy yo: Cielo, la que excede los límites de lo normal. Pocas veces para bien.

2. Batata Macabra

Sí, ese es mi nombre. Cielo. Poco común, pero claro: no podía llamarme de otra manera. Era previsible que mi nombre no podía ser común, tenía que ser especial. A veces me pregunto si me castigaron por toda mi vida mis viejos al darme ese nombre. Quizás si me hubiera llamado Florencia o Marta no me hubieran sucedido mitad de las cosas que me tocó vivir, sufrir, negar, experimentar, etc. Así que mi nombre es especial, como yo (según mis padres). Sí, ahora tengo amigas (y de las mejores) pero ellas no creen que sea especial, simplemente que estoy loca. “Una loca linda” como está de moda catalogar a los retorcidos mentales para que no se violenten. Y no es que yo crea que soy una retorcida. Sí, a decir verdad creo que soy una retorcida, pero concuerdo con mis amigas: no puedo hacerle daño a nadie. Solamente a mi misma o a otros por medio de mí. Llegó una época en mi vida cuando en vez de enojarme con alguien me castigaba a mi misma para afectar a ese otro alguien. Pero eso viene más tarde. Sostengo que todavía es temprano.

Después de las experiencias de mi primer colegio mis viejos decidieron mandarme a otro. El segundo colegio al que fui lucía mucho más como un colegio normal que el anterior. Los alumnos llevaban guardapolvos blancos y se sentaban en los famosos “bancos” o “pupitres” de los que tanto había oído hablar pero nunca había visto. Vale aclarar que en el Pedagógico (mi primer colegio) nos sentábamos en alfombras y en posición “chinito” haciendo una ronda. Escribíamos en el piso y no teníamos pertenencias. Era el comunismo hecho colegio. Nunca te enterabas si tu compañerito tenía plata o no porque no lo veías vestido de ninguna manera. Usábamos “pintores”: una suerte de guardapolvo pero que te mandaban a hacer (a tu mamá, claro) del cual podías elegir el estampado o el escocés que querías llevar todo el año. Una porquería. Como decía, ni siquiera nos dejaban llevar pulseras o relojes. “No todos los chicos pueden comprar relojes o pulseras así que ninguno de ustedes debe traerlos al colegio”. Esa fue la manera que encontraron las maestras de adueñarse de pulserita o reloj que veían brillando en el recreo. Se quedaban con todo (supongo que como “castigo por haber roto las reglas”). Una gansada, como todo lo de ese colegio. No usábamos porta-útiles o cartucheras, simplemente había una caja de madera con lápices con el nombre de cada alumno. Y cuatro gomas de borrar. Tampoco había lapiceras, ni exámenes, ni boletines, ni nada. Era absolutamente cualquier cosa. Y a mí me molestaba mi prima que se quedaba siempre con la goma de borrar en la mano. Sobretodo porque yo era básicamente mala en matemáticas y tenía que borrar todo el tiempo. Nunca me gustó eso del comunismo. ¿Todo para todos? Siempre hay algún vivo que se apropia de lo que es de todos. Mejor me compro mi propia goma de borrar y problema solucionado. Nunca lo hice, ahora que lo menciono. Porque nunca rompía las malditas reglas del colegio. Y nunca faltaba, porque mi mamá no me dejaba y más porque cuando faltaba al colegio me aburría. Claro: no tenía amigas, ¿qué iba a hacer en mi casa todo el día? Comer y mirar televisión, ¡qué pregunta!
Entonces me sacaron de ese colegio donde me hicieron leer “El clan del oso cavernario” a los diez años (y créanme, tiene partes lo suficientemente subidas de tono para considerarlas material inapropiado para alumnos de diez años) y me cambiaron al Estrada. Un colegio “normal”, con compañeros normales y hasta quizás más crueles que los del pedagógico. Porque peor que hablen mal de uno es que ni siquiera lo miren o noten su presencia. En eso me convertí yo: en la gorda que va al colegio privado y cheto de la ciudad. Eso suponía:
a) que no iba a tener amigas o
b) que mis amigas iban a ser tan fracasadas o más que yo

Ninguna de las opciones me parecía viable pero simplemente caí en ese colegio desprevenida. Ah, ahora que recuerdo: Rocío. ¿Nunca odiaron y admiraron a alguien a la vez? Sí, probablemente a sus padres, pero me refiero a un par: un compañero de colegio, de trabajo, de algo. A mí me pasó, más de una vez y es el momento de hablar de Rocío y más indirectamente de mi madre.
Mi mamá siempre quiso que yo sea un diez. Es decir, un palo y un cero al lado. Siempre fui un cero, bien redondo y gordo.. Y tiempo después me enteré de la existencia de “los diez”. Una pareja amiga de mis viejos que eran diez, en puntaje, claro. Eran cinco pero los escuchabas hablar de sus habilidades y te sentías miserable en menos de dos palabras. Jugaban tenis, golf, básquet, nadaban, eran perfectos alumnos, arquitectos, hablaban perfectísimo inglés, hacían viajes por todo el mundo, eran extremadamente independientes no solo económicamente sino en todo sentido de la palabra. Eran 10. Así de fácil.
Tuve la maldita suerte de que la amiga perfecta de mamá tenga una hija de mi exacta edad pero abismalmente diferente. Rocío. Ella no tocaba piano pero hacía todo lo demás, imaginen cualquier cosa posible: Rocío lo hacía. El panorama se me complicó un poco cuando empecé a escuchar a mamá diciendo periódicamente que algún hijo perfecto de su amiga había recibido algún estúpido premio. Básicamente me empezó a molestar la repetición en serie de comentarios edulcorados hacia Rocío, o cualquiera de sus familiares. Como ella estudiaba inglés, mi mamá me mandó a estudiar inglés. Como ella bailaba danzas contemporáneas yo empecé a hacerlo. Y así seguía como un detective frustrado las huellas de Rocío. O mejor: cumplía los caprichos de mi madre. Quizás mamá pensó que se iba a parecer a su amiga si yo me parecía a su hija. No sé.
Gracias a Rocío mis habilidades eran innumerables: natación, danzas de todo tipo ¡¡¡patinaje artístico!!! Destreza, patinaje sobre hielo, estudiante de inglés… argh… era una vulgar fotocopia de mi amiga y compañera del colegio: porque mamá me cambió al Estrada porque Rocío iba al Estrada.
Y ahí quería llegar. Ah, olvidé mencionar que mientras yo pesaba 64 kilogramos, Rocío no pasaba los 39. Pero claro “tienen contexturas diferentes”. Si la vieran (la sigo viendo) sabrían de lo que estoy hablando. Tiene el cuerpo que toda mujer quisiera, creo. Dura y blanca y con una cara preciosa y flaca y asquerosamente perfecta. Y es buena mina. Para odiarla, ¿no? En fin.
Así que empecé en el Estrada. El primer día de clases de guardapolvo blanco y cartuchera propia había llegado. Y fue un fiasco. Se compartían los bancos y no tenía con quién sentarme. Rocío me había dejado absolutamente sola y claro, yo también me hubiera dejado sola. Pero no volví llorando a casa, estaba más que acostumbrada a la soledad… y de hecho la disfrutaba. Nunca había tenido amigas, no porque me costara relacionarme, sino porque no sabía lo que significaba eso ni cómo hacerlo. No se puede extrañar algo que nunca se tuvo y yo jamás había tenido amigas ni relaciones de ningún tipo con chicos/as de mi edad. Así que simplemente me sentía en una obra de teatro donde los actores eran los mismos y las situaciones similares; donde lo único que cambiaba era el decorado. En vez de sentarme en alfombras ahora me dolía la cola contra una silla dura y apoyaba mi carpeta en un banco atestado de frases escritas con liquid-paper. Y ahora en lugar de cortar pasto en el enorme bosque del pedagógico tendría que contar baldosas en un típico patio de dos por tres metros cuadrados. Una delicia.
Pero a medida que pasó el tiempo me fui acostumbrando a lo “normal” y empecé a despreciar lo “especial” que antes apreciaba tanto. Empecé a tener tarea, deberes, profesoras como en la televisión, compañeros de guardapolvos blancos, recreo con timbre en lugar de campana y hasta un kiosko. Cosas que hasta ese momento eran impensables para mí dentro de un colegio.
Y aunque muchas cosas habían cambiado a mi alrededor, yo seguía siendo la misma. La gorda, aunque esta vez no era la única. Y no era la única nueva. Así que me empecé a juntar con una bandita de fracasadas, esas que no tenían amigas (justo como yo).Corría 1997 y mi teléfono empezaba a sonar. En vez de leer libros por placer comenzaba a hacerlo por deber. Las cosas seguían cambiando y yo estaba cambiando. De repente la solitaria persona que yo era fue desapareciendo y apareció el vestigio de lo que soy hoy, pero una versión extra-large. La personalidad se estaba forjando pero todavía quedaba un larguísimo tramo hasta la constitución de la serpiente en que me convertí.

3. Renuncio

De a poco me empecé a interesar un poco más por mi aspecto físico. Mis compañeras, aunque no eran lindas, tenían cuerpos espectaculares para nenas de trece años. Me sentía bastante mal: primero Verónica y Enrique y ahora mis viejos que me llevaban al nutricionista sin razón aparente. En realidad existían razones pero nadie me las había explicado. Creo que yo no entendía que estaba excedida de peso. ¿Nunca les pasó estar con alguien muy hermoso? Ver a esa persona, escucharla hablar, seguir cada uno de sus fascinantes gestos, admirar su belleza… y más tarde mirarse en el espejo y darse cuenta de que uno es horrible y que estuvo creyéndose bello simplemente porque estaba mirando a alguien lindo que resultó no ser uno. Bueno, si nunca les pasó significa que estoy muy mal de la cabeza. Pero a mí me pasa eso. Y como a mi alrededor todos eran flacos yo simplemente daba por supuesto que yo también lo era y me olvidaba de verme al espejo, o no quería verme al espejo, o veía otra cosa en el espejo (como me pasó mucho tiempo después pero desde un ángulo completamente diferente). De cualquiera manera, mis papás me estaban llevando compulsivamente al nutricionista. Yo no entendía muy bien qué pasaba, por qué el médico me pesaba y me preguntaba qué me gustaba comer. Entraba llorando y salía aún peor.
Quizás por eso detesto a los médicos. Uno los frecuenta cuando está mal, o cuando tiene un pariente enfermo. Son como aves de mal augurio. Nunca los pude ver como se ven ellos, con su ego infinito: salvavidas. Como los de la playa pero MUCHO mejores porque ellos ESTUDIARON mucho para conseguir el TÍTULO. Bah… farsantes. Cretinos. Inmiscuyéndose en la vida de la gente: sobretodo los nutricionistas y los psicólogos. Y, hablando en serio, el 98 por ciento de las chicas anoréxicas y bulímicas que conocí en mi vida (y créanme que fueron muchas) quieren estudiar o estudian nutrición. Por favor, give me a rest. Son TAN obvias. Ser anoréxica y estudiar nutrición es un cliché tan trillado que es hasta espasmódico. Cambiemos de tema.
Que me llevaran al nutricionista era una puñalada en el dedo chiquito del pie pero quizás me ayudó a ver la realidad que mi materia gris negaba a muerte: sí eran feos los peinados que me hacía mi mamá y sí era gorda. Pero de eso me di cuenta un verano no muy placentero.
Supongo yo que mis problemas alimenticios siempre tuvieron mucho que ver con lo que estaba pasando en mi cabeza. Es decir: yo no tenía problemas de depresión porque era anoréxica sino que era anoréxica a raíz de que tenía problemas de depresión. Porque, seamos sinceros, una persona feliz no deja de comer durante x cantidad de días. Una persona feliz y despreocupada, una persona “normal” (si es que existe aquello) no cuenta cada caloría: simplemente come. Y en última instancia, si engorda hace dieta NORMAL y tema acabado. Como ya se habrán enterado, normal no es una palabra que pegue mucho conmigo. Interferencia. Como cuando querés ver una película en tv satelital y está lloviendo. “Detectando antena, por favor espere”. Eso me decía mi cerebro cuando yo intentaba ser normal. No puedo, imposible. Y esperé demasiado tiempo. Fingí demasiado tiempo, hasta que exploté. Pero como digo yo: es temprano aún para eso.
Hablaba del viaje que inició todo. O que fue el primer indicio de que algo me estaba pasando y que no se iba a solucionar tan fácilmente. Cambiándome de colegio quizás podría encontrar amigas pero no podía cambiarme de vida. Eso era más complicado y hasta imposible. Ya les contaré acerca de eso.
Corría el verano de 1998 y mis padres decidieron que nuestras vacaciones serían en Punta del este, Uruguay. Supongo que es por causa de esas vacaciones que detesto Uruguay. Siempre odié la playa. Presumo que porque para las gordas es muy incómodo estar cerca del mar, rodeadas de personas flacas, bronceadas y demás adjetivos que nunca se usan aplicados a nosotros los gordos. Pero a eso se había sumado mi problema de celos. Mis padres decidieron que además de nuestra familia (papá, mamá, hermana, hermano y yo) fuese también una de mis primas: Déborah. Tiene mi misma edad y nos llevábamos bastante bien, el tema era que yo nunca entendí qué tenía que hacer mi prima ahí de vacaciones con nosotros. Es decir, si ella tenía su propia familia ¿Por qué veraneaba con la mía? Cosas de chicos, supongo.
Si hablamos en serio tengo que decir que todavía me asustan dos cosas más que nada en el mundo (es decir, de las cosas que se me ocurren ahora). Y esas dos cosas son el abandono y el reemplazo. Los dos por igual. En realidad son casi lo mismo. Toda la vida me sentí reemplazada y lo cierto es que no sé luchar cuando me están desplazando. Cuando llega a mi familia, a mi grupo de amigas o a mi vida un par, simplemente opto por retirarme, siento que no puedo ser competencia de nadie. El tema acá sería preguntarse por qué me siento amenazada cuando estoy entre pares, entender por qué tengo esa necesidad de competencia que para mí antes de comenzar ya es desleal.
Así que llegamos a Uruguay con mi prima y demás integrantes de MI familia. Mi cara de disgusto es poco disimulable y mis ganas de cambiarla eran pocas así que simplemente me quede como estaba, pero no por mucho tiempo. Llegó la hora de ir a la playa. Mientras todos preparaban sus bolsos con los trajes de baño, toallas, bronceadores y otras yerbas yo me quedé pintando en el living como si no me hubiera percatado del movimiento familiar. Cuando llegó la hora de subirse al auto e irse a la playa yo sencillamente dije que me iba a quedar. En realidad lo importante y anecdótico es que uno a los trece años piensa que es adulto y puede manejar situaciones y personas a gusto. Y es así, en muchos de los casos. Yo sabía cómo llamar la atención en mi casa y cómo demostrar mi disgusto sin ser ruda. Así que esa noche, después de la playa y después de que compraran comida y la sirvieran en la mesa, me decidí a no probar bocado. Dije que me dolía mucho la panza o algo por el estilo y me quedé mirando complacidamente cómo todos engullían comida mientras a mí se me escapaba una sonrisita por el costado izquierdo de mis labios.
Al mediodía siguiente nos sentamos a la mesa nuevamente para comer antes de ir a la playa. Pero antes mi mamá trajo cuatro bolsas y nos dijo alegremente: ¡vinieron los reyes magos! Era 6 de enero y mi mamá nos compró el mismo regalo a mi prima y a mí. Eran unos pijamas, el de Déborah era rosa y el mío celeste. Me molestó un poco que no haya diferencias. Es decir, el día que me case no le voy a regalar lo mismo a mi hija que a la sobrina de mi marido. No dije nada, pero odié ese pijama y no estoy segura de haberlo usado alguna vez. Nos sentamos a la mesa y aunque estaba sufriendo el hambre de no haber cenado no podía darme el lujo de complacer a mi familia, así que dije que tampoco iba a comer. Mis viejos se enojaron lo suficiente como para que yo me sirviera, con cara de asco, cuatro arvejas y una hoja de lechuga. ¿Está de más decir que seguí con ese comportamiento durante los quince días de mi estadía en ese país? Hice que mis viejos sufrieran esas vacaciones, porque en realidad mi prima ni se había enterado. Y lo cierto es que yo no estaba enojada con mi prima, para nada. Odiaba a mis viejos por haberme hecho eso. ¿Haberme hecho qué? No sé. Pero de Uruguay volví lo suficientemente más delgada como para pensar que quizás detrás de toda esa capa de grasa y palidez existía una chica hermosa. Y de hecho, fue el momento de descubrirme.
Sospecho que a los trece años todas las chicas empiezan a modificarse en carácter y físicamente pero lo mío fue como una transformación digna de un reality show. En Punta del Este mi cerebro se dio cuenta de que era mucho más fácil castigar al cuerpo. Así, después de días sin comer, días de caras oscuras, de padres enojadísimos, de primas y hermanos desentendidos, contraje alguna enfermedad de la cual nunca supe ni el porqué, ni el cuándo ni nada que se le asemeje. ¿Qué tuve? No sé. Sencillamente una mañana me desperté sintiéndome muy mal y con picazón en las piernas. Con el correr de las horas cambiaron de color: mis piernas se estaban poniendo rosas, más tarde coloradas y al final del día parecían bañadas en sangre. Era un ardor incomodísimo y no paré de rascarme intentando aliviar el dolor. Empecé a sentirme mal, con dolor de cabeza, con calor y frío a la vez… un cuadro desagradable. Mi papá tenía un amigo médico en esa ciudad así que fui a verlo. Carlitos, quien se convirtió en mi médico. Carlitos es pediatra y sin embargo aún hoy sigo acudiendo a él. ¿Será porque mis viejos quieren que sea una nena eternamente? ¿O porque es amigo de papá? Cosas que nunca pregunté. Interrogantes que aparecen de vez en cuando.
Carlitos me dijo que tenía alergia. Pero no pudo determinar a qué. No encontró ninguna picadura ni nada extraño. Más tarde entenderíamos que había sido nada. Absolutamente nada (físico). Era algo exclusivamente mental. Escucharon hablar de las enfermedades o reacciones psicosomáticas? He aquí el más claro caso de la historia de mi vida.
Claramente no soportaba la estadía de mi prima, no resistía las caras de mis padres, no toleraba la playa, detestaba punta del este, condenaba a Carlitos y por sobre todas las cosas detestaba el hecho de haber podido ser flaca durante mucho tiempo y haberme quedado sentadísima en el trono oficial de la Gorda Rechazada sólo por elección. Ese verano del 98 volví a casa con la determinación de cambiar mi vida. Me puse a hacer natación ferozmente y a comer muchísimo menos.
Había tenido principios de anorexia pero en aquel momento todos entendimos o quisimos entender que simplemente era un berrinche adolescente. De hecho, esa versión de la realidad hubiera sido mucho más placentera. Cuando volví a mi ciudad mis padres estaban lo suficientemente enojados conmigo como para ponerme en penitencia o algo por el estilo. Pero como amigas no tenía y el teléfono de mi casa no sonaba, no había nada que me pudieran quitar.
El verano continuó y las aguas se calmaban. Pero no para mí, que tenía que volver al colegio. Aquel segundo colegio, el de guardapolvos y cartucheras. Me había dejado el pelo largo, morocho, lacio y gracias a la natación y al pequeño episodio del verano pesaba casi 9 kilos menos. Empecé a usar los jeans de mi mamá, cosa que jamás hubiera pensado antes. Su ropa me quedaba bien. Casi sin querer estaba compartiendo los mismos talles con mi ella.
Cuando volví al colegio, puede decirse que era otra persona. Las personas que antes no sabían que yo existía ahora me miraban, se daban cuenta de mi existencia. Ya dar por enterada a la gente de que respiras es un logro. No solamente me sentía viva, también me empecé a ver linda. Así, empecé a disfrutar de los beneficios de ser agraciada. Me pedían mi teléfono las mujeres y me miraban los hombres. Así, empecé a recibir llamadas de compañeras del colegio y a juntarme con el grupo más popular. Yo estaba con el grupo; es decir, no dentro del grupo, pero al menos asistía a sus reuniones.
Dejé de lado a mis “amigas” las fracasadas del colegio y me sumergí en la superficialidad de la adolescente de colegio privado. Compraba jeans carísimos y empecé a vestirme para que me miren, no más para esconderme. Para mis adentros pensaba: si me vieran mis compañeros del primer colegio se asombrarían. ¡Cómo cambia la gente! ¿No Enrique?
Mi papá me compró una computadora pero no teníamos Internet. Empecé a utilizar el Word para escribir mis cosas al mejor estilo “diario íntimo”. Mi primera PC fue una IBM con menos capacidad que el Ipod que tengo en este momento en las orejas. Pero servía, aunque fuera solo para aprender lo que era un teclado (sobretodo porque Rocío ya había terminado su curso de mecanografía).
Dos años después ya era una superficial más. Me juntaba todas las tardes en la misma esquina con mis compañeras del colegio para que nos miren, para ser admiradas. Por fin estaba saboreando un poco de victoria. Y era dulce, casi sin calorías. Perfecta.
Es sabido que cuando uno siente que las cosas no pueden ser mejor o que por lo menos está viviendo un estúpido y frágil equilibrio vital, las mismas tienden a desmoronarse casi instantáneamente. Es así, una regla vital, una estúpida consecuencia de la conciencia. Porque quizás uno al pensarlo se está llenando de miedo la vida y se está abriendo al mismo tiempo a las malas vibras. Tengo la alucinación de que cuando uno es ignorante de su propia felicidad puede conservarla mucho más tiempo y en mejor estado.
Yo era más que consciente de mi estado de belleza, o al menos creía que estaba fortísima como un rinoceronte asiático. Me tropezaba con las personas y hacía que me pidieran perdón. Era toda una ficción de bajo presupuesto, porque en realidad mi meta era no ser la gorda perdedora que se transformó en una belleza pura y encantadora. No. Nunca jamás. Además, nunca creí que mi estado era éxito de mi propio esfuerzo. No. Fue un capricho y dio resultados positivos, lo cual me deja ganancia superflua y escurridiza. No lo gané con esfuerzo. No servía de mucho, necesitaba exprimirme y beberme el lucro instantáneamente. Embriagarme de belleza.
Pero como dije, regodearme en mi estúpida y fácilmente conseguida felicidad no me trajo más que malas noticias. Apareció mamá un día y me dijo que habían abierto un colegio nuevo cerca de casa. Enough already! ¿No saben los padres que los cambios bruscos o reiterados en cualquier orden de la vida a esa edad pueden provocar daño cerebral permanente? O algo parecido. Pero, de todas maneras, era una locura cambiarme de nuevo de colegio. Nunca hubo un peor momento para pensar en eso: es decir, tenía “amigas”, tenía súbditos, tenía buenas notas en el colegio, hacía todos los deportes y Rocío no era más que un palito sin femeneidad. Es decir, ¡había ganado! No podían hacerme eso.No solamente podían si no que lo hicieron. Se inauguró un colegio bilingüe y muy exclusivo cerca de donde vivía yo en ese momento, así que no podía dejar de ir. Yo por un lado quería pertenecer a la creme pero odiaba tener que rearmar un grupo del cual ser líder. Porque eso era lo único que sabía hacer: dar órdenes y amontonar súbditos. Más tarde varias personas me llamarían “manipuladora”, pero todavía es temprano para eso.

4. Del amor al odio hay varias patologías

El tema conmigo siempre fue que puedo tener ideas diametralmente opuestas y aún así estar en equilibrio conmigo misma. Puedo pensar que tal cosa es una degeneración y al mismo tiempo darle una vuelta de tuerca y madurar que quizás no es tan malo. Así, puedo tener sentimientos opuestos respecto de personas, actividades y opiniones. Me cuesta mucho definirme. Supongo que a todos nos cuesta. Tengo razonable envidia a aquellas personas que tienen las cosas tan transparentemente claras… me provocan envidia y un poco de rechazo. Y me suena “aburrido” tener todo tan claro.
¡Ahí lo tienen! Casi sin querer, un despejadísimo ejemplo de lo que decía precedentemente: empecé diciendo que tenía envidia de quienes pensaban claramente y terminé escribiendo que me resultaban aburridos y prefería quedarme en mi estado de confusión permanente. Nunca me decido.
Conmigo siempre todo es una sorpresa. Yo me atrapo diciendo que me gustan cosas que jamás probé, o que nunca se me hubiera ocurrido probar. Me encuentro haciendo cosas que nunca se me hubieran cruzado por la cabeza. Me miento, me engaño y creo mis personajes. Nunca fui diagnosticada con desorden de personalidad… pero creo que eso fue un regalo de navidad de los médicos que me atendieron. Si no tengo desordenes de personalidad entonces abran las puertas del Borda y dejen a todos mis pares ser felices. Seriamente y aunque suene gracioso: tener varias personalidades te saca airosa de muchas situaciones dramáticas. Soy varias personas a la vez y varias personas que piensan muy diferente. Aún así, eso no me genera conflicto. No me contradigo: pienso diferente dependiendo de muchos factores. Todas mis personalidades conviven silenciosamente adentro mío y esperan su turno para salir. ¿De qué depende? ¿Cómo saben cuál de ellas tiene que salir? Bueno, ellas sí tienen las ideas claras y saben que cada situación merece una personalidad diferente, que se adecue, se amolde a las circunstancias vigentes.
Las circunstancias reinantes eran un tanto lóbregas: nuevo colegio, nuevos compañeros, nuevos profesores. Requería una nueva personalidad para enfrentar todos esos cambios. Uno tiene que amoldarse a un nuevo trabajo, a una nueva pareja, a un nuevo grupo de amigos, etc. Quienes no sabemos amoldarnos necesariamente hacemos un cambio total de personalidad, creando una que reúna justo lo que los demás esperan de nosotros. Así es más fácil “encajar”, eso que me costó toda la pre-adolescencia.
Patris, así se llamaba el supuesto colegio bilingüe y acartonadísimo al que mis padres querían que concurriera. Lo cierto es que no era mejor que ningún otro colegio (bueno, quizás sí mejor que el primero al que fui). Por primera vez iba a usar uniforme. Me imaginé vestida con pollera a cuadros, camisa, corbata y mocasines. Me imaginé mal: el tercer colegio al que fui era macabro en todo sentido. No solo quedaba lejos como la misma muerte, sino que era un campo, casi sin signos de vida humana. Sí, alguna que otra vaca, un par de ovejas y quizás hasta un caballo. ¿Los uniformes? Un jogging verde oscuro y una CHOMBA blanca con el logo del colegio (al mejor estilo “escudo español”) haciendo juego con la verde pradera circundante. Ahora, explíquenme algo, porque yo no sé mucho de modas: ¿Dónde se ha visto una persona usando jogging y chomba al mismo tiempo? Tan cualquier cosa eran, que ni siquiera se habían preocupado por diseñar un uniforme de persona normal. No por nada nos gritaban de todo por la calle. Los chicos son crueles, pero los directivos del Patris eran peor.
Ese colegio era una desorganización que no estaba ayudando a mi estado mental. Lo último que necesitaba era un colegio desorganizado. Se supone que iba a aprender: y más que nunca necesitaba reglas y mano firme (no quiero que suene sexual diciendo “mano dura”). Y digo más que nunca porque me estaba desbandando: comía paupérrimamente y jugaba competencias silenciosas con mis compañeras de colegio. Silenciosas, digo, porque solamente yo sabía que estaba compitiendo. Dicha competencia era en realidad algo muy sencillo: saber cuánto medían nuestras muñecas (cuantos más dedos podías tocarte dándole la vuelta a tu muñeca, más flaca eras) o cuanto sobresalían los huesos de nuestras caderas. Mi satisfacción máxima era acostarme y ver que el jean se me apoyaba en los huesos de la cadera y que todo lo demás se hundía cómodamente en la nada. Que casi no tenía panza. Que se me empezaban a notar las costillas. Que entre el jean y mi piel quedaban muchos centímetros de distancia.

Siempre me entretuve con actividades que no les gustaban a otros. Supongo que por eso fui y soy solitaria (ahora menos que antes y antes más que ahora). Todo lo que siempre hice dependía exclusivamente de mí: nadaba sola, jugaba sola, bailaba frente al espejo, leía, escuchaba música en mi walkman, etc. Nunca pude compartir una actividad. Nunca necesité compartir una actividad. Supongo que prefiero hacer las cosas sin ayuda, sola. No me gusta que me molesten, que alboroten mi concentración, que me disturben.
Aprecio más que nada mi vida interior, mi exquisito mundo privado, aquel que aunque quisiera no podría explicar. Es tan fructífero, es de tantos colores y tiene tantísimos matices que no se podría entender la dimensión ni la importancia que yace en ellos. Quisiera explicarlo. Quisiera que mi ocio tuviera sentido para la sociedad: y sin embargo soy condenada. Sé que ahora no entienden, pero ya van a entender. En algún momento mis compañeras del colegio tampoco entendían por qué cuando me decían “estás ojerosa” yo contestaba con una sonrisa cansada pero brillante. Y quizás siguen sin entenderlo; a decir verdad, me cansa tener que explicarle todo a la gente. Y no soy soberbia, no. Pero estoy cansada. Ni mi cuerpo, ni mi alma, ni mi mente están preparados para explicar mucho más, para vivir muchos años más. Con o sin competiciones de muñecas, con o sin cinturones cortándome la respiración, con o sin padres reprimiéndome alimenticiamente, con o sin valor para seguir. No mucho más. No queda mucho más. Volvamos.

Entonces concurría a ese colegio, que en circunstancias normales no hubiera sido tan terrible pero que en aquellas condiciones parecía tormentoso. No solo quedaba lejos, tenía pésimos profesores y gozaba de espantosos uniformes, sino que además era de doble escolaridad. ¿Qué significaba eso? Que mientras mis ex compañeras entraban a las 7.30am y salían a las 12.30 del mediodía, yo entraba a las 8.30am y salía a las 16.30. Ciertamente ¡no era justo! “¡Escúchenme! ¡Soy una adolescente comenzando a perturbarse, no necesito estar pupila en este colegio!”. Nadie oía. Nadie quería oír. En aquel momento comencé a idear mi plan me-van-a-echar-de-este-colegio.
Mientras meditaba la estrategia para que me echaran súbitamente del Patris, también seguía teniendo relación con mis compañeras del Estrada, una relación cada vez más desgastada, más espaciada y más estúpida. Porque eran unas estúpidas. Lo cierto es que nunca fueron realmente mis amigas, hasta ese momento no había tenido ni una miserable amistad en 14 años de existencia. Y créanlo o no, en catorce años puede pasar de todo. Y cuando digo “de todo” es literalmente eso. Y a mí no me había pasado ni una amiga; ni una verdadera. Más tarde llegué a pensar que tal cosa llamada amistad realmente no existía. Que era solo un rótulo para cagar a la gente por la espalda y esconder la piedra bajo el grito de “¡¡cómo te voy a hacer eso si somos amigos!!”. Me costó mucho deshacerme de esa idea tan convincente y cierta. Me supuso un esfuerzo enorme hacerme creer que estaba errada, descartar esa idea de mi cabeza. Finalmente casi lo logro.

Las clases en el Patris comenzaron el 9 de marzo de 1998. El 11 del mismo mes ya estaba preparada para que me echen. Eran efectivamente tortuosos ese colegio y sus reglas. Para empezar, los diferentes grados tenían horarios para comer; porque claro, estabas irónicamente encerrado en ese vastísimo campo desde las 8 y media de la mañana y hasta las cuatro y media de la tarde y tenías que comer ahí o morir de desnutrición. Quizás morir de desnutrición no era tan malo comparado con las otras opciones, a saber:

1 pagar una cuantiosa suma de dinero por mes para que el “catering” encargado te alimente como a un universitario estadounidense de escuela pública (esto incluye: comida vomitiva, fría, pasada seis veces por el microondas, freezada y manoseada) o
2 llevar desde tu casa una “vianda” (especie de cesta de plástico que intenta fracasadamente conservar los alimentos frescos) que contenga milanesas hechas la noche anterior, papas fritas frías, una gaseosa sin gas y manos sucias… porque en las viandas infaliblemente se olvidan de las servilletas.

Por eso digo que quizás morir de hambre no era finalmente del todo malo. Después de todo, con las viandas y el catering corrías permanente riesgo de indisposición mortal. La única razón por la cual asistir al colegio era menos escabroso era porque mis primos iban también. Y con mis primos siempre tuve la amistad que deseé tener.
Uno supone que porque son primos tienen que quererlo a uno y en realidad no es así, ni un poco. Tengo primos con quienes me llevo bien, primos a quienes amo y algunos a quienes no soporto. De hecho, no me explayé mucho en el tema pero formamos una cuantiosa cantidad de familiares. Y siete de mis primos y mis dos hermanos iban al Patris. Se puede decir que eso lo hizo más llevadero y que por eso hice más pausado mi proceso de abandono escolar.Pausado, quiero decir: no me echaron a la semana. Fue un gran avance. A decir verdad, estaba lo suficientemente enojada con mis padres como para irme todas las tardes, una vez finalizado el colegio, a dormir a la casa de mis primos. Poniendo las cosas en claro, todo adolescente sabe que hay casas divertidas y casas aburridas. Bien, la mía era aburría hasta el insomnio y la “casa de Zú” era un parque de diversiones.

5. El muñequito suicida y el perro asesino

Zú. Así se llama mi tía. No, no es un diminutivo de Susana; se llama Zulene y es brasilera. La historia es apasionante, o al menos es de esas que improbablemente me sucedan a mí jamás, porque pasa en las películas y a la gente con suerte. Y aunque muchas veces mi vida sea dramática y peliculera, yo no soy una chica con suerte de la buena.
Zú era una bahiana más en las playas de Ipanema hasta que al hermano de mi mamá y a mi papá (quienes eran amigos desde antes del casamiento con mi madre) se les ocurrió visitar el lugar. Asombrosamente mi tío y Zú se enamoraron en esa semana de vacaciones. Cuando volvieron a la ciudad donde vivían, mi tío y Zú se siguieron enviando correspondencia hasta que en otro encuentro él le pidió casamiento. Después de casarse (en Brasil) vinieron a vivir a esta ciudad y aquí se quedaron. Tuvieron cinco hijos, tan brasileros como argentinos. Y la casa de Zú siempre fue divertida. Los brasileros tienen ese “no sé qué”, esa chispa bahiana, ese axé incorporado, el tonito al hablar, ¡qué será que tienen! Pero me encantaba ir a lo de Zú.
Tuvieron cinco hijos que se convirtieron en mis únicos amigos durante mi estadía en el Pedagógico, el Estrada y el Patris. Marina (dos años mayor que yo), Robertito (un año menor que yo), Fernanda (dos años menor), Juliana de la misma edad que mi hermano Federico (5 años menores) y Santiago de la misma edad que mi hermana Agostina (6 años menores que yo). No había ningún plan fuese más divertido que ir a lo de Zú: siempre había algo para hacer. Marina no me prestaba mucha atención porque mientras yo tenía catorce y jugaba con Robertito al mortal-kombat, ella tenía dieciséis y ya tenía novio. Pero a Fernanda y a Juliana les leía cuentos de terror. Me encantaba que me pidieran cuentos. A veces inventaba finales, porque después de tantas noches se me acaban los relatos. Santiago se iba a dormir temprano porque era más chico que todos.
Tenían un parque enorme, una pileta que estaba siempre limpia, un tobogán, árboles donde trepar, un perro, una casa enorme, muchos juegos y computadora con Internet. Desgraciadamente, dirán unos. Afortunadamente, pensaran otros. Yo todavía no puedo decidirme. Como siempre, me cuesta. El ingreso de la tecnología me trajo madurez y sabiduría. Problemas existenciales y una puerta abierta a la realidad que maquillaba todos los días antes de irme a dormir.
A la mañana, Zú nos preparaba desayunos interminables. Daba gusto ir al colegio en ese entonces. Digo: ir al colegio (en el auto), no “estar en el colegio” per sei. Pero era menos evidente mi desprecio cuando llegaba al aula. No tenía cara de amargada, por lo menos los días que llegaba desde lo de Zú. Una vez que ingresaba en esa institución del caos el mundo se me venía abajo. Detestaba a mis compañeras: una que tocaba la guitarra e intentaba cantar, otra que jugaba de santurrona, otra que tenía los cachetes rosas y eso me molestaba sobremanera, otra que era mi prima y aunque la quería no podía dejar de sentirme en competencia y desde ahí para abajo todas las atrocidades que puedan imaginarse.
La gente no tenía problemas. Los problemas los tenía yo: era antisocial y me creía una belleza superior. En conclusión: me creía una mierda entonces tenía que actuar superficialmente, como si nada me afectara. Lo cierto es que tenía hambre, odiaba ese colegio y con los días empeoraba. Era una maldición. Me empezó a ir mal en las materias, ya no tenía ganas de estudiar y por primera vez el nombre de un chico me zumbaba repetitivamente en la cabeza: Cocol.
Él tenía 4 años más que yo. Y convengamos, de 18 a 14 años hay bastante diferencia. En ese momento no me interesaba aquello en lo más mínimo. Me creía madura y con ganas de conocer a un hombre a quien amar. Me dediqué entonces a escribir poemas y clichés sobre lo dorado de sus “cabellos”, el profundo azul de sus ojos y demás lugares comunes que aparecen en toda tarjeta de salutación. Me creía toda una poetiza. Él era el típico jugador de rugby carilindo. No más que eso. Años más tarde lo comprobaría. Pero en ese momento Cocol era lo mejor que me pasaba y convengamos: no me pasaban muchas cosas. El colegio apestaba, con mis hermanos me peleaba bastante, tenía problemas de identificación social, me costaba muchísimo ir a clases, no tenía amigas: era la presa perfecta de un cazador que me ignoraba. Que sabía que existía, pero que decidía ignorarme completamente. Porque si no me hubiera visto, si hubiera desconocido mi existencia quizás habría sido menos doloroso. Pero él decidió ignorarme por completo.
Así empecé a pasar las horas de clase escribiendo hojas enteras con su nombre y el mío entrelazados, de diferentes colores, rodeados de corazones o la decoración de turno. Cocol ocupaba el 95 por ciento de mi mente y el resto lo ocupaban la no-comida y mis ganas de ser echada de aquella institución. Mis carpetas y apuntes estaban llenos de poemas y cartas que jamás llegarían a destinatario. Hasta que una tarde me decidí.
Había escrito la carta más dulce en catorce años de existencia. Allí le confesaba mi amor adolescente, que aparentaba ser puro y comprensivo. Un amor verdaderamente inexistente que provocó el dolor más fuerte que había sentido jamás. Recuerdo haber tomado un taxi hasta el club de rugby donde pensé que estaría entrenando. Estaba todo planeado: iba a llegar, con la intención de anotarme en la pileta del club para la temporada de verano, me tropezaría con él de improviso y dejaría caer la carta. Él la tomaría entre sus manos, yo sonreiría y me alejaría caminando graciosamente.

Nada de eso ocurrió. ¿Por qué uno se imagina tremendas estupideces? ¿Por qué pensé que iba a chocarme con él? Porque mi intención no era cruzarlo, sino chocármelo... supongo que era más romántico un tropezón amoroso.
Entré en el club, nerviosa, muy nerviosa. Con la carta sujeta por mis sudorosas manos. Un vistazo a la izquierda. Un vistazo a la derecha. Nadie. ¿Por qué pensé que iba a estar? No sé. Supongo que a esa edad las cosas tienen que salir como uno quiere, como uno sueña, como uno anhela. Más tarde aprendería a dejar de soñar. Ahora necesitaba verlo a Cocol. Y no estaba. Nunca estuvo.
Volví llorando. Atravesé las canchas de rugby desconsoladamente. Llorando amargada, con bronca porque Cocol no estaba. Con bronca porque me había imaginado que estaría. Con bronca porque era una estúpida. Con bronca porque hubiera sido más fácil llamarlo por teléfono. Con bronca, mucha. Y tristeza.
La semana siguiente terminó de desabastecerme de amor propio cuando escuché de un compañero de clase el rumor: “Cocol está de novio con la hermana de Mengano”. Invento. Porque después de “está de novio…” dejé de escuchar. O se me cancelaron los oídos, o se me cumplió el deseo de ser sorda y permanecer así por toda la eternidad. Nunca iba a poder superar este amor con Cocol. ¿Por qué me hacía esto? (¿Qué me estaba haciendo?).
Los amores juveniles son así. Obsesivos, absolutos: a todo o nada. Lo terrible es que seis años después uno siga comportándose de esa manera. Lo doloroso es que definitivamente así se quede uno: siendo una maldita obsesiva. Supuse que tenía que superarlo… pero nada parecía cambiar. Cocol seguía en mi cabeza. Lo perseguía, lo buscaba, me escondía, llamaba por teléfono y cortaba. Me sentía necesitada: de su voz, de sus palabras silenciosas, de sus miradas. De mis inventos. De eso vivía: del timbre que le había atribuido a la voz de Cocol, de la personalidad que le compré, de un futuro ideal juntos, donde no existiera la diferencia de edad. En mi cabeza podíamos ser felices y no entendía por qué no se concretaba mi sueño. Me enojé con dios y con el mundo. Dejé de creer en el Ser Divino y empecé a maldecirlo. “Si Dios existe, no puede estar haciéndome esto”. No pensaba que Dios estaba ocupado en cosas más importantes, porque definitivamente, para mí a los catorce años, no había algo más importante que Cocol. Y Cocol y mi salud mental iban de la mano, irremediablemente. Así como también: la falta de Cocol y mi depresión eran mejores amigos.

En el colegio teníamos plástica. Un invento de los profesores en un intento de hacer que los alumnos se expresen. La mayoría simplemente utilizaba ese tiempo para hacer machetes para algún examen o para pintarse las uñas. Aquella mañana teníamos que llevar hilos de metal al colegio. Es decir, hilos lo suficientemente gruesos como para moldearlos, cruzarlos y crear formas. “¡Exprésense!” Nos exigió el profesor de plástica. Ya lo creo que me voy a expresar. Para el término de la hora de plástica mis hilos de metal se habían convertido en un muñequito suicida. “Soy yo” rezaba el título.
Mi obra de arte constaba de una horca metalizada, de ella colgaba una supuesta soga. Y enganchado cómodamente en su fría parálisis, un muñequito ahorcado. Era imperturbable, era de metal y estaba muerto. Suicidado. Se había autodeterminado la muerte. Era tan solo un muñequito. Pero su cabeza tenía hilos de metal enrollados como ideas y deseos no llevados a cabo: tantas ideas y tantos deseos que lo habían llevado a la muerte. La irrealización de los sueños o de las metas o de los propósitos te pueden llevar a la irremediable defunción. Es fantásticamente comprobable. Tomen cualquier diario: ¿O piensan que la gente se suicida porque está aburrida? ¡Lo mío era una obra de arte! Y una ineludible predicción.
Obra de arte que terminó en la basura. Intenté conservarlo, pero mamá lo tiró. Yo lo hubiera guardado y entregado a Urgencias Mentales, pero quizás sí era más fácil que se los lleven los muchachos de la basura. Siempre lo más fácil, lo que acarree menos problemas. Mi muñequito suicida terminó en la basura, pero tantos metales y tantos sueños no iban a terminar ahí. Me tenía que ir de ese colegio.
Unas semanas después lo decidí. Era junio de 1998 y ya había pasado suficiente tiempo en ese colegio: tres meses de prueba no estuvieron nada mal. Tocó el timbre aquella tarde fría de sol y nos llamaron a comer. Yo estaba más interesada en idear mi plan. Corrí, escapista, hasta el aula de Fernanda, mi prima, y le dije: “Fer, me voy a escapar”. Mi prima no mostró interés en escaparse conmigo, pero se rió y apoyó mi moción. Estarán pensando: ¿qué ganaba escapándome una tarde? ¡Liberación! Aunque al día siguiente tuviera que volver: la jaula abierta siempre me sedujo y el aire me faltaba en aquel lugar.
Esperé a que todos volvieran al aula. Me sentía prófuga, mi panza hacía ruidos de lo más extraños y me latía el corazón exageradamente. ¡Iba a romper una regla! Ya les dije que el colegio era un maldito campo: cuando me di cuenta que escaparse no suponía esfuerzo o riesgo alguno, me decepcioné. Pero también me animó a hacerlo de una vez por todas. Me acerqué hasta la entrada: era una estúpida reja de madera que dividía a los esclavos de los libres y yo estaba a punto de ser uno de ellos. Me agaché, me hice pequeñísima al lado de la reja y conté hasta tres (no es broma, conté hasta tres). A la cuenta de tres, saltaría la reja y correría hasta mi casa. Eran dos kilómetros, si no había calculado mal: un kilómetro de calle de tierra y campo y otro de asfalto, casas y urbanidad.
1
2
3!

Salté la reja. Y mientras corría me di cuenta: estoy usando el uniforme, cualquiera que me vea en la calle corriendo se va a dar cuenta de que me escapé. Entonces corrí más rápido, más y más. Me pareció escuchar el motor de un auto. Estaba bastante lejos del colegio. No quería darme vuelta, tenía miedo de desconcentrarme, de perder el ritmo, de perderme en el campo, de chocarme con una oveja. El ruido del auto empezó a escucharse más y más cercano: entonces me di vuelta. Vi un auto que venía en la dirección donde yo me encontraba. Con seguridad me habían visto escaparme, o se habían dado cuenta de que no estaba en el aula. ¡¡Me estaban buscando!! Estaba ya lejos del colegio y empezaba la urbanidad. Me metí de contrabando en el jardín de una casa. Gateé como un perro en cuatro patas por el jardín de un desconocido, con el corazón latiéndome aceleradísimamente. Escaparse era un bochorno: pero escaparse y ser encontrada era peor. No me iban a encontrar. ¡Fantástico! El desconocido, dueño del jardín donde estaba gateando tenía una pileta de chapa. Me escondí detrás de la pileta. Pasaron veinte segundos y espiando logré ver al auto que me estaba persiguiendo: me pareció que miraba de izquierda a derecha en busca de una alumna fugada. Alucinaciones, seguramente; pero no podía correr el riesgo. Una vez que me aseguré de que el auto estaba lejos, quise salir de aquel jardín. Cuando iba a dar mi primer movimiento escapatorio, escuché que se abría la puerta de la casa donde yo estaba escondida como una ladrona. La puerta estaba a menos de dos metros de donde me ocultaba. De la casa salió un viejito que hablaba con su gato (que maullaba y me miraba como avisándole a su sordísimo dueño que había una intrusa). Le dio de comer, unas palmaditas y entró nuevamente a su choza. Era mi oportunidad para escapar. Los gatos no ladran y el viejo estaba sordo y cansado como para escucharme o perseguirme. Nuevamente iba a contar hasta tres. ¡Tenía que llegar a casa! Tomé valor.
1
2
3!
Corrí en dirección al portón y el viejo me escuchó, salió de su casa y gritó algo que nunca oí. Estaba demasiado exaltada como para tomarme el trabajo de decodificar sus palabras. Corría furtivamente cuando me pareció ver entre una ligustrina algo negro corriendo en sentido contrario. No podía voltearme para ver qué era, no tenía tiempo que perder. Seguí corriendo hasta que escuché un ladrido vi ese algo negro y grande abalanzarse con hambre sobre mí. Un gran danés. Sí, un gran danés. Primero saltó encima de mí y me tiró a la calle de tierra quemándome las rodillas. Después, no conforme, me mordió el pantalón y con ganas me sacudió de derecha a izquierda. Grité de desesperación: iba a ser el almuerzo de un maldito perro. Grité, sí… pero ¿quién iba a escuchar mis reclamos desesperados en el medio del campo?
“¡Chuchooo! ¡Chuchoooo! vení para acá” cantó alegremente una voz que de seguro pertenecía a una vieja. Y Chucho contentísimo y moviendo el rabo se alejó de mi mutilado cuerpo. Yo estaba en shock. Me había mordido Chucho. Me dolía mucho. Me pasé la mano para medir el daño y volvió goteada de sangre. En la calle Chucho había escupido el pedazo de pantalón que me faltaba. Despeinada, llorando, ojerosa y con el culo mordido, seguí caminando, ya no corriendo, camino a casa. Estaba desesperada. Tenía sed, tenía miedo. Odiaba a Chucho y al viejo de la pileta y al maldito auto que me perseguía. De todas maneras ¿Qué iba a hacer? Decidí seguir mi jornada escapista. Y aquí viene lo más trágico.
Caminaba ya en un estado de ebriedad no provocado por alcohol sino por cansancio muscular, cuando frenó un auto conducido por una mujer: “¿estás bien?”- me preguntó. ¿Querés que te lleve al colegio?”. ¡Al colegio! Claro. Estaba con el uniforme, en el medio del campo. No podía ir a otro lado. Llorando le dije que NO. Un “no” mayúsculo. Seguí mi odisea hasta que a lo lejos distinguí una bicicleta pedaleando en sentido contrario al mío. Cuando vi al ciclista quise esconderme, pero ya no había caso: era mi abuelo. En un italiano un poco consternado me preguntó que cazzo estaba haciendo lejos del colegio e indagó acerca de mi aspecto moribundo. Le dije que estaba todo bien y que estaba yendo a casa. Insultó en italiano y lo único que entendí, traducido al castellano, sería: “te subís en la bicicleta y te llevo”.Volví al colegio. Rota, sangrando, despeinada y sedienta. Entré en el aula, odiando a mi abuelo pero agradeciendo no haber corrido el kilómetro restante. Clases de portugués: “ela nao e loira”- dijo la profesora señalándome. Me largué a llorar. Nadie se había percatado de mi ausencia. Llamaron a mis padres para que me vayan a buscar. Ese fue mi último día en el Patris.

6. Vientos catolicos en el bolsillo

Cuando esa tarde llegué a casa, mamá me dijo: “no hacía falta que te escaparas, ya te habíamos comprado el uniforme para ir al Eucarístico”. Sentí por un momento que todo lo que había hecho no tenía sentido y a la vez, que seguía consiguiendo las cosas sin esfuerzo alguno. Es decir, simplemente tuve que homenajearme con un muñequito de alambre suicida y escaparme y ser mordida por un gran danés. Quizás sí me esforcé. Lo importante era que no iba a volver a ese colegio.
Marina, mi prima, iba al Eucarístico. Y mientras yo, en constante decadencia, usaba el jogging verde, la veía a ella deslizarse graciosamente con un uniforme de colegio de verdad. El mismo que ahora estaba encima de mi mesa: pollera cuadrillé tableada, camisa blanca, corbata cuadrillé, mocasines, medias y pulóver azules. ¡Por fin iba a ir a un colegio de verdad!
Un veinticuatro de junio de 1998 entré en el Eucarístico tímidamente. La directora del colegio me llamó y me dijo: “lamentablemente no había más cupos en noveno “a”, así que vas a tener que estar en noveno “b”. Siempre me pareció gracioso decir a qué curso iba: 9b (no ve, no ve). Estaban en la sala de video. La directora abrió la puerta y dijo: “Chicas, tienen una compañera nueva. Cielo se integra hoy al curso”. Cuando entré en la sala, treinta y un chicas me miraron fijamente. Pocos segundos después, empezaron los comentarios y una de ellas me dijo que me uniera, que podía sentarme con su grupo. Un colegio normal. Algo normal en mi vida. Increíblemente inesperado.
Para ese momento de mi vida yo ya sabía que no era como los demás. No era simplemente que había tenido una infancia un poco diferente: era muy evidente que no tenía nada que ver con mis compañeras del colegio, ni con los adolescentes de mi edad. A decir verdad, siempre me sentí un poco más madura que mis pares. Me costaba seguirles el ritmo a mis compañeras. Mientras ellas hablaban de ropa o de exámenes, yo estaba sufriendo por el primer amor no correspondido de mi vida (como si existieran los amores correspondidos). El amor es perro. Pero aún si pudiera elegir vivir sin amor, no lo haría. Hace tiempo que pienso que es mejor estar doliente por un amor irreal, o maligno o escabroso, en lugar de estar obnubilado por la nada y ser comido progresivamente por el aburrimiento del bienestar. No quiero decir que me sentía más inteligente que mis compañeras: simplemente teníamos diferentes intereses. Eso puede ser positivo o bastante malo: yo me creía muy inteligente y perspicaz, así que jamás lo tomé como un aspecto negativo. Simplemente me consideraba más madura y con la atención puesta en problemas de adultos, tales como el amor. Lo cierto es que el amor te vuelve un bebé, aunque tengas cincuenta o sesenta años. Te deforma, te consume. Y si no es sacrificado no es amor. Mejor vuelvo al Eucarístico.
En pocas horas logré entrar en un grupo del colegio, que más tarde pasarían a ser “el grupete”. Todas en el grupo eran excelentes alumnas, que incluso competían entre ellas a ver quién era la mejor. Justo lo que yo necesitaba: un poco más de competencia. Lo cierto es que no me venía nada mal, me refiero a la competencia. Me hizo dar cuenta de que quizás yo no era tan buena alumna como creía. Estas chicas eran increíbles: la que no se sacaba diez, se sacaba nueve cincuenta. Y lo mejor: eran graciosas y no eran para nada ratas de biblioteca. Se divertían a lo grande, molestaban a las profesoras y obtenían excelentes notas: el modelo de devoción de todo adolescente. Y todo lo que yo quería ser: divertida, hermosa e inteligente. Ellas lo eran. Decidí que ese iba a ser el grupo donde me iba a quedar.
Como en todo colegio, los subgrupos estaban muy bien divididos: las “perdedoras”, el “grupo de rejunte” donde estaban todas las que habían sido desterradas de los demás conjuntos, las “chetas”, las estudiosas, las vagas mal y las vagas bien. A saber: las vagas mal además eran feas y gordas. Las vagas bien eran el “grupete”, vagas pero lo suficientemente inteligentes como para estudiar cinco minutos y quedar eximias.
No podía caer en otro grupo: venía de un colegio bilingüe, era bonita, alta, flaca, hablaba perfecto inglés y era buena alumna. Al grupete, sin pensarlo. “Vamos a decirte con quiénes te podés juntar y con quienes ni te conviene acercarte”- me dijo una de ellas. Así, me empezaron a contar el historial de cada una de las chicas que no pertenecían al grupete. Y más tarde, en secreto ya dejaban deslizar confidencias (a escondidas) de ellas mismas. “Aquella es lesbiana, que ni te toque. Esta otra es una estúpida. Uff… ¡aquella es una amarga!”. En una oportunidad, una de las chicas atinó a decir que me dejaran decidir a mí con quién me juntaría y con quién no. “Dejen que ella se de cuenta sola de cómo es cada una”. Fue censurada odiosamente. “Es mejor así, le facilitamos el trabajo de darse cuenta”. Como si conocer a las personas fuese una pérdida de tiempo. Lo cierto es que tenía catorce años, me sentía hermosa y había llegado a un colegio que más bien parecía el cielo.
Las paredes eran de un blanco eclesiástico y los mármoles brillaban todos los días con la misma intensidad a cualquier hora. No había rastro alguno de suciedad, casi ni parecía un colegio. Y claro: todos los colegios de monjas son así. O de eso me enteré después. Tendría que haberlo supuesto. Nunca en mi vida había asistido a un colegio donde fueran todas alumnas mujeres. Tuve a veces espasmos post-clase porque necesitaba esa complicidad con los hombres y porque sabía claramente que el ambiente femenino es mucho más competitivo que cualquier otro. Y tenía entendido hasta ese momento que la amistad entre las mujeres nunca sobrepasaba el límite de prestarse alguna prenda o decidir de qué color iban a pintarse los ojos. De todas maneras, me decidí a jugar el juego y a tener el corazón más eucarístico que nunca.
Tocó el timbre y las chicas me invitaron a salir al patio con ellas. No era el bosque del Pedagógico ni del Patris, pero tampoco era el patiecito de dos por dos del Estrada: era más bien un patio de casa normal. Baldosas cuidadosamente aseadas, chicas luciendo uniformes como en un desfile y una iglesia que me daba escalofríos de tan solo mirarla. Nunca fui muy católica. Pero desde que el señor llamado Dios me estaba haciendo sufrir con Cocol, me había decidido a no volver a pisar jamás una iglesia.
Estaba en problemas. El Corazón Eucarístico de Jesús era no mucho menos que eso: un colegio católico. Con monjas dando vueltas por los pasillos, con sus estúpidos trajes de puritanas. ¡Zorras! Después se sorprenden cuando ven cómo una adolescente se masturba con un crucifijo. Denme un descanso, por favor. ¿Qué quieren hacernos creer? ¿Qué no necesitan sexo? ¿Que viven del amor de Dios? Me cansan. Me ponen de mal humor. Las monjas y los curas y todos esos depravados que andan por la calle pastoreando como si fuésemos ganado insensible y sin sesos. No quiero pecar de insensible pero ¿quién le dijo a determinado cura que puede eximirme de mis pecados? ¡Por Dios! Es ilógico. Que un tipo normal, porque seamos claros: no tienen más poderes que nosotros, diga que habla con Dios o que siente que el espíritu santo vive dentro de su bolsillo no es prueba de fe para mí. Necesitas decirme mucho más que eso para que yo te cuente cuántas veces hice el amor en una parroquia o que le robé el reloj a un paralítico en santa fe y corrientes. Los pecados se los guarda uno, o los escribe en un libro, o los graba desnuda en mini-dv y después vende la cinta. No sé. Pero ¿por qué habría de contarle mis pecados a un hombre que viste de negro y eventualmente viola a menores de edad? Mmhh… buena pregunta, sin respuesta alguna. Es decir, si en algún momento a alguien se le ocurre una buena respuesta que no incluya la palabra “fe” puede enviarle un email a mi casilla y con gusto mi secretaria lo leerá. Es broma. No tengo secretaria y en ningún momento creo que se va a encontrar esa respuesta.
Mientras estaba en el patio con mi nuevo grupo de amigas, se me ocurrió visitar el baño y matar el mito urbano del papel higiénico. Resultado: en los colegios de monjas tampoco hay papel higiénico. Maldición. Entonces volví al aula para buscar algunos papelitos tisúes que tenía en mi cartera, para encontrarme con la agradable sorpresa: dos chicas que durante la última clase me habían estado hablando mal del resto, en este momento estaban espiando mi cuaderno. Había escrito en inglés, siempre yo tan precavida. Algo así como que me estaba gustando el colegio, pero que me costaba acostumbrarme a que éramos todas mujeres. Que había encontrado un grupo fantástico de chicas y que pensaba que iba a ser muy feliz. Boludeces. Y gracias a DIOS, je, en inglés. Siempre supuse que las dos espías del FBI no habían entendido ni cazzo de lo que escribí. De todas maneras, no decía nada demasiado incriminador. Cuando en el siguiente recreo mi cuaderno había desaparecido por completo, empecé a preocuparme. Lo encontré al final de la jornada escolar, durmiendo plácidamente debajo de un pupitre que previsiblemente no era el mío. Mi cuaderno había sido secuestrado y torturado, seguramente, para exprimir mis secretos.
Siempre tuve ese rollo, esa obsesión: escribir. Escribir cualquier cosa que me venía en mente, las cosas que me estaban pasando. O simplemente frases exterminadoras: “me cansé de este colegio”, “tal cosa me tiene harta”, “amo tal otra”, bla, bla. El papel es prudente. El papel no te es infiel, no te caga, te deja ser. No te pone cara de circunstancia aunque le estés contando que tenés morbo con las ratas egipcias o que te excita ver cómo los murciélagos duermen en el tapa-rollo de tu ventana. Quizás por eso no tenía amigas, porque todo lo que las chicas les contaban a sus amigas, yo lo reproducía con exactitud en mi cuaderno; y mientras la memoria de un ser humano puede fallar, las letras de los cuadernos son imborrables. Supongo que por eso siempre me aislé de esa manera: nunca tuve la necesidad de comunicarme, porque ya lo estaba haciendo. Escribir es comunicar, aunque mis escritos siempre terminaban escondidos y sin participar al mundo de mi dolor, mi felicidad o mi disconformidad porque me habían secuestrado el cuaderno lleno de iniquidades en el primer día de clases en el Eucarístico.
Las semanas siguientes fueron bastante más placenteras y empezó a surgir mi lado cómico. Una faceta mía que estaba profundamente enterrada en lo más oscuro de mi ignorancia. Hasta ese momento jamás supe que tenía sentido del humor. Lo cierto es que develé una especie de don de la risa, o mejor: un don de la oratoria. Me invitaban a los cumpleaños y me hacían contar una y otra vez la historia del perro que me mordía. Por supuesto, no sólo yo la contaba sino que me paraba y hacía toda la mímica. Es muy gracioso contado, en serio… de hecho, y lo digo casi sin vergüenza, lo sigo contando de vez en cuando. Uno con esa historia gana. Es así, es fácil. Es cómica, es inocente, es la historia de cómo entrar en un grupo simpáticamente, sin querer dominar terrenos con previa ocupación. Las líderes de aquel grupo estaban muy bien elegidas y no tenían ninguna gana de ceder el trono y ningún problema en luchar a diente filoso contra cualquier adversaria. Yo no podía ser tan maleducada de aceptar la invitación al grupo y querer ser líder… y sin embargo a veces no puedo conmigo misma.
A la semana ya me sentía una más y recibía llamadas telefónicas como si las hubiera conocido desde jardín de infantes. Las chicas que no pertenecían al grupo y que se animaban a cruzar palabra con la desconocida, a.k.a yo, me decían: “cuidado con las del grupete. Son falsas. Hoy te quieren, mañana te desechan”. Sí, claro. Mmm… ¡¡qué olor a envidia!! Típico. Estuviste toda tu infancia queriendo entrar en el grupo sin éxito y tu futuro más prometedor es el de ser monja del colegio al que asistís. Esa es tu máxima aspiración. Y de buenas a primeras caigo yo y entro casi sin golpear. Uff… no debe ser excesivamente agradable. Pero es así, la vida es injusta. Y algunas adolescentes, también lo somos.
Laura me invitó a su casa para ver un partido de fútbol de la selección nacional. Tenía la mejor casa en la que hubiera estado jamás. Decorada en un setenta por ciento con mármol reluciente, hermosos jarrones oscuros, una televisión de pantalla plana, televisión satelital y hasta reproductor de dvd. Yo no podía creerlo. Era 1998 y lo único que tenía en mi casa era una computadora IBM del 97 que usaba windows 3.11. Sepan comprender: aquello era un palacio.
Cuando entré, con los ojos algo desorbitados, las encontré a mis compañeras (sólo a los miembros del grupete, claro) acostadas confortablemente en un sillón blanco que rodeaba gran parte de la sala de estar, cantando a la voz de “Batistuta we love you!”. Era como estar en un sueño: tenía amigas y creía que eran las mejores que pudiera haber encontrado. Estaba convencida de que por fin me estaba codeando con gente como yo, o que quizás finalmente había encontrado un modelo a seguir: inteligente, graciosa y buena alumna. ¿Qué más quería?
Laura me mostró su casa y en cuanto llegamos a su habitación no logré evitar mirar su computadora. Tenía todos los accesorios, que en aquel momento eran un lujo: grabadora de cds, muchos cds vírgenes, un monitor de pantalla plana (o sea, es el día de hoy que yo todavía sigo escribiendo en un monitor “Kely, the brightest choice” (?)), etc. ¿Querés conectarte a Internet?- me preguntó. Yo temblé. Había estado en Internet en la casa de Zú y me había creado una cuenta de email pero ciertamente no la recordaba y no podía esperar para bajar y ver el partido con mis nuevas amigas. No por el partido, nunca me entretuvo el fútbol (y de hecho, no lo entiendo), sino porque quería compartir eso con ellas. Le dije a Laura que entraría en Internet un poco más tarde y finalmente nunca lo hice.
Vimos el partido entre helados y cigarrillos: detalle, en ese colegio todas fumaban. Excepto yo. Ni siquiera se me había ocurrido probar el cigarrillo y hasta me parecía una falta de respeto a los padres de mi compañera y dueños de esa casa. Uff… me odiaba yo, tan rigurosa, tan educada, tan bien aprendida.
“Ah… ni te preocupes por el papá de Laura- me dijo una de las chicas y bajó la voz casi convirtiéndose en un siseo de víbora- es un chorro cualquiera. Un estafador. ¿Por qué pensás que tienen esta casa y esos autos? El tipo es ladrón, es político… vos sabés cómo son estas cosas. Es más, la semana pasada salió esta casa en el diario y lo re escarcharon… ¡pobre Lau!”. Menudas amigas tienen. Veo cómo se quieren entre ustedes. Pero si ese era el juego, a jugar se ha dicho. No pensaba perder una partida más hasta el día de mi muerte. Y es una promesa aún difícil de olvidar. Si esas iban a ser mis amigas, entonces tendría que aprender a tejer telarañas y a sobrevivir en un nido de arañas pollito.